20/10/10

Place Mahmoud Darwich

Hace unos meses, el Ayuntamiento de París puso nombre a una de sus plazas: Place Mahmoud Darwich. Está situada en lo que antaño fue, y posiblemente sigue siendo, el centro de Francia y de cierta idea de Europa: a un costado de la Academia Francesa, junto al Pont des Arts, con el Louvre enfrente... Si esto no es la Gloria, al menos concebida a la vieja usanza, qué es la Gloria... A Darwix le habría encantado, desde luego. Y lo que más le habría gustado es la razón que se da de su persona: “Poète de Palestine”, y no “Poète palestinien”. ¡Hecho!

10/10/10

El segundo verso

El primer verso es un regalo de lo invisible al talento. Pero el segundo puede ser poesía o decepción (Frost). El segundo verso es una lucha con lo desconocido. Es un camino sin indicadores, lleno de dudas, donde todo lo posible es posible. Es el asombro de la criatura que imita al creador. ¿Quién guía a quién: la palabra o el que la pronuncia? El segundo verso no es una dádiva, hay que fabricarlo a fuerza de trabajo en lo invisible, pues uno no sabe si ve o no ve, tan mezcladas están la luz y la sombra. La inspiración te da la señal de salida y te deja a solas, sin brújula, ante la aventura. Eres como el que se adentra en el bosque sin saber qué le espera: una emboscada, tiros, una tormenta, una mujer que le pregunta la hora. Tú respondes: «Pasa, el tiempo se ha parado» (Pessoa). Un bosque es lo posible. ¿En el tronco de qué árbol se apoyará tu imaginación y de qué ogro te escaparás? Si en el laberinto de lo posible das con el camino al segundo verso, se allanará el camino a una cita con lo imposible.

Mahmud Darwix: La huella de la mariposa (Ázar al-faracha, Beirut, Riad El-Rayyes, 2008)

Traducción de Luz Gómez García

1/10/10

Otoño en París

Éste es tu otoño. Cuánto lo amas. Ocúpate de él como le cuadra a un poeta al que no le arredran los símiles. Tira del espacio con las bridas de la expresión, antes de que el tiempo te mande de una coz a un alto abismo... Tira... tira de él con la fuerza que da la pérdida, con el aplomo de la nostalgia, que ya no cree en los puntos cardinales.

Este otoño es tuyo, y el ropaje del que hoja a hoja se desvisten los árboles. Qué mejor adorno tienes cuando te dedicas a entrar en los patios vacíos. Pisas las baldosas haciendo ruido, para oír el sonido de tus propios pasos, sin motivo aparente. Parece que el tiempo entero fuera un domingo... que nadie se despertara con hora para ocuparse de un quehacer cualquiera. A la luz, los adoquines tienen muescas plateadas semejantes a letras de una lengua por descifrar. En los parterres, apacibles flores se asoman alegres y te saludan y animan: ¡Ve despacio! Revisa las comparaciones tópicas y afloja un poco el ronzal del espacio, pues la memoria también necesita ordenar su caos, cajón por cajón, este otoño.

Éste es tu otoño, en sus inicios, esparce un olor sofocante a exilio, a cartas hueras: rellénalas —no es por jugar con la sinonimia— con el amarillo-dorado-tostado-cobrizo del campo semántico de las hojas que se toman su tiempo para despedirse del árbol, si es que al viento no le da por soplar. Tú, estás tan solo que ni piensas en la soledad. Desde ayer no has saludado a nadie, no has tenido que preocuparte de si tu sombra «iba por delante o por detrás de ti». El aire es suave, y la tierra parece firme.

Pero ése no es, como es sabido, uno de los atributos del exilio /

Este otoño tuyo sale de un tórrido verano, de una estación de extenuación cósmica, de una guerra que parece no tener fin. Otoño que madura las uvas olvidadas en las altas montañas. Otoño que se prepara para un gran cónclave en que la asamblea de los dioses antiguos repasará los borradores de unos destinos que siguen en proceso de redacción, y que discutirán y acordarán una tregua entre el verano y el invierno. Pero el otoño de Oriente es corto, pasa tan veloz como la mano de un jinete que saluda a otro que va en dirección contraria, nadie puede echar cuentas con un otoño así, de tormentas de polvo... y matrimonios fugaces.

Mientras que el otoño aquí, el otoño de un París de regreso de sus largas vacaciones, es el ahínco con que la naturaleza, que se vuelve loca por culpa de la lluvia, se dedica a escribir versos altivos con destreza y buen vino. Otoño larguísimo, como un matrimonio católico en el que la felicidad o el amor nada tienen que ver con alguien que, como tú, está de paso. Otoño parsimonioso. Abrazo erótico de la luz y la sombra, la hembra y el macho. El cielo se inclina reverencial y los árboles se desnudan majestuosos, entre la ambigüedad equívoca de gotas de luz que llueven y gotas de agua que iluminan y resplandecen... Otoño ufano. Otoño compuesto con lo mejor de las estaciones: la desnudez del verano, la cópula del invierno y la pubertad de la primavera.

Y tú, tú vas hollando ligero este día otoñal. Te despabilas, sientes un escalofrío y te asombras: «¿Puede uno morirse en un día así?» No sabes si eres tú quien habita el otoño o si es él quien te habita, aunque te das cuenta de que ya estás en el otoño de la vida, donde mente y corazón saben bien cómo arreglárselas con el tiempo, acomodando placer y sabiduría. Una cadencia sutil afina el cuerpo, que atento a lo que mengua se colma de belleza, esté despejado o nublado. El cuerpo pronostica el tiempo que más le cuadra a un diálogo banal: Bonito día, ¿verdad? Tanto que ¿por qué no disfrutamos juntos de un café? El olor del café está impregnado de puertas que se abren a otro viaje: a una amistad, a un amor, a una pérdida que no duele... El café te traslada de la metáfora a lo tangible.

Una cadencia secreta fuerza los límites de la experiencia... El otoño que se pasea entre los demás, entre la gente y las palomas, por las plazas, se encuentra con tu otoño privado, tu otoño íntimo. Te preguntas como si le preguntaras a otro: «¿Somos lo que hacemos con el tiempo o somos lo que el tiempo hace con nosotros?» Te lo preguntas para que todo vaya más despacio, no por la dificultad de la respuesta. No quieres que este otoño se acabe, como no quieres que el poema culmine y se acabe. No quieres que llegue el invierno. Que el otoño sea tu eternidad privada.

Pero ése no es, como se sabe, uno de los atributos del exilio /

Mahmud Darwix: En presencia de la ausencia (Fi hadrat al-giyab, Beirut, Riad El-Rayyes, 2006)

Traducción de Luz Gómez García