10/12/10

El aeropuerto es un país para quien no tiene país

Te sientas en un rincón apartado del restaurante del aeropuerto y piensas en las ventajas de estar de viaje: ¿Voy o vengo? Nadie me espera a la ida y no tengo motivos para volver. Tengo más de un nombre y más de una fecha de nacimiento en pasaportes de todos los colores —rojos, azules, verdes. Soy libre en el gentío de los viajeros, y tan de fiar como un producto de las tiendas libres de impuestos, vigilado por las cámaras de seguridad. Nadie me pregunta quién soy, nadie se fija en mi andar vacilante, en el botón que le falta a mi abrigo, en la mancha de aceite de mi camisa. Como si fuera un fugitivo de alguna de las novelas que venden en el quiosco de prensa, un tipo que huye del autor, del lector y del vendedor. Puedo añadir, quitar, modificar, sustituir, matar o ser matado, caminar, sentarme, volar, ser lo que quiera, amar, odiar, elevarme o descender, caer desde lo alto de un monte y que no me pase nada, porque no he vulnerado los derechos de autor, porque sobre lo que pasa, sobre lo que me pasa, yo tengo mi propio punto de vista.

En el aeropuerto, nadie reprime tus excesos ni te impide que rompas la disciplina de autor. Ruedas por la senda de lo conocido sobre el acero de lo desconocido, y saltan las chispas de lo posible. La imaginación, constreñida, estalla como cristal que se rompe, metáfora de las cárceles. Y te ves en el siguiente aeropuerto, eres persona non grata, y todo porque tu documentación no se atiene a la ciencia que casa nombres y geografía: el que nació en un lugar inexistente... no existe. Y cuando metafóricamente dices que tú eres del no lugar, se te responde: Aquí no hay lugar para el no lugar. Y al replicarle a él, al policía de aduanas: El no lugar es el exilio, te contesta: Déjese de retóricas... Si tanto le gusta la retórica, váyase a otro no lugar.

Te ves en un tercer, cuarto, décimo aeropuerto explicando a funcionarios indiferentes a la historia contemporánea que existe el pueblo de la Nakba, diseminado entre las tierras del exilio y la Ocupación, pero ni te entienden ni te conceden permiso de entrada. Te ves en una larga película, narrando lentamente lo que le sobrevino a tu gente, desposeída de la lengua, del trigo, la casa, los argumentos... desde que el gigantesco buldózer de la historia pasó y los arrolló y niveló el lugar con la vara de una mitología pertrechada hasta los dientes de armas y sacralidad. Quien no cupo entonces en la mitología, no cabe ahora. Te preguntas: ¿Existen verdugos sagrados? Te ves rellenando como puedes la casilla de la edad, sin el apoyo de historiadores y autoridades, en un aeropuerto repleto de gente que corre a sus citas amorosas y de negocios.

Libre de reencuentros o despedidas, te sientas y te duermes en el asiento de piel. Te despiertas porque un viajero apresurado se tropieza contigo y se disculpa sin mirarte. Vas al aseo, te lavas la ropa interior y los calcetines y te afeitas. Te diriges a la cafetería y te tomas a sorbos un café mientras buscas en los periódicos las últimas noticias sobre ti: ¿Hay algún país que me acoja? Pero en los periódicos sólo hay minuciosas informaciones sobre guerras, terremotos e inundaciones. ¡Ojalá Dios esté furioso por lo que la humanidad le está haciendo a la tierra! ¡Ojalá la tierra ya esté preñada del Juicio Final!

¿Qué sentido tiene que un hombre viva en un aeropuerto? Te dices en voz baja: Si yo fuera lugar, escribiría un elogio a la libertad en el aeropuerto: La mosca y yo somos libres / Mi hermana la mosca se compadece de mí / Se me posa en el hombro y en la mano / me recuerda que escriba / y echa a volar. Escribo: El aeropuerto es como un país para quien no tiene país / La mosca vuelve al poco / rompe la monotonía y echa a volar, vuela, vuela / mas yo no puedo hablar con nadie / ¿Dónde está mi hermana la mosca? ¿Dónde estoy yo?

Te ves en una película, mirando a una mujer que está sentada al otro lado de la cafetería. Cuando ella se da cuenta y tú también, te pones a limpiarte una mancha de vino que te has echado en la camisa, igual que se te habría caído una palabra si le hubieras dicho: Tus ojos son para mí tan grandes como el firmamento, levanta un poco el firmamento, que pueda hablarte. Levantas los ojos del plato de sopa caliente y ves que te mira, pero al momento se pone a echar sal a la comida con una mano en la que tiembla la luz, y te diriges a ella en tus adentros: ¡Si tuvieras prohibido salir del aeropuerto igual que yo, si fueras como yo! Sientes que la agobias, y haces como que te diriges al camarero: No, gracias. Una perla de sudor brilla en su cuello presto al panegírico, y hablas con ella para tus adentros: Si estuviera contigo, lamería esa gota de sudor. El deseo es tan físico como el plato, como el tenedor, la cuchara y el cuchillo, como la botella de agua y el mantel, como las patas de la mesa. El aire huele a perfume. Las miradas se encuentran, se azoran y se separan. Ella da un trago de su copa de vino, se funden sus perlas. Sientes que conoce el llanto de las ballenas en el océano profundo. Si no, ¿por qué se sume en este silencio tan denso? Le dices en secreto: Si dieran un aviso de bomba, no hagas caso... He sido yo, lo he hecho para acercarme a ti y decirte que he sido yo y nadie más que yo. Te imaginas que ella se tranquiliza, que te dedica un brindis y un guiño y que un hilo de deseo se descuelga de la yema de sus dedos: una descarga eléctrica te recorre la columna vertebral, un escalofrío te sacude... Pierdes la cabeza y suspiras, huele a mango en una cama secreta colgada en el aire. Violines lejanos lloran y languidecen hasta la extenuación.

No la miras, aunque sabes que ella te está mirando sin verte. La niebla se ha cernido sobre tu mesa, que yace bajo todas tus interpretaciones, bajo tantas hojas en blanco que ni veinte escritores podrían llenarlas de metáforas. No es el camarero sino ella quien te saca de tu ensoñación: —¿Qué tal la comida? ―¿Y la tuya? —Encantada de haberte encontrado. ¿Te acordabas de mí? —La gente suele olvidar los encuentros de aeropuerto. Ella te dice: ¡Adiós! No la miras mientras se aleja, no quieres ver al deseo con sus tacones de aguja repiqueteando sobre el mármol de las catedrales, despertando en los violines la lujuria de la partida. Pero te acuerdas de ella cuando te quedas medio dormido, con una sensación idéntica a la del sopor del vino recorriendo tu cuerpo, una sensación que comienza en las rodillas y se ramifica hasta que ya no sientes el bosque del cuerpo. En cuanto a su nombre, tal vez mañana lo sepas, ¡en la mesa de otro aeropuerto!

Mahmud Darwix: En presencia de la ausencia (Fi hadrat al-giyab, Beirut, Riad El-Rayyes, 2006)

Traducción de Luz Gómez García

1/12/10

Un río que muere de sed

Érase un río
con dos orillas
y una madre celestial que de sus nubes,
gota a gota, le daba de mamar,
era un río pequeño que corría despacio,
que bajaba de lo alto de los montes
y visitaba los pueblos y los campamentos
como un huésped amable
que lleva al valle adelfas y palmeras
y sonríe al que vela en sus orillas:
«Bebed leche de las nubes,
abrevad los caballos,
y echad a volar a Jerusalén y a Damasco»,
cantaba heroico a veces,
apasionado a veces...
Era un río con dos orillas
y una madre celestial que de sus nubes,
gota a gota, le daba de mamar.
Pero raptaron a su madre
y él sufrió un síncope hídrico:
murió de sed despacio.

Mahmud Darwix: La huella de la mariposa (Ázar al-faracha, Beirut, Riad El-Rayyes, 2008)

Traducción de Luz Gómez García