20/11/08

Las mujeres de Yébel Huséin, por Jean Genet

En el siguiente texto, de 1974, Jean Genet narra un episodio que dio pie a algunos pasajes centrales de sus obras de asunto palestino. El marco histórico es el Septiembre Negro (1970), durante el cual las tropas del rey Huséin masacraron a las milicias palestinas asentadas en Jordania.

La imagen primera y el tono me lo dieron cuatro mujeres palestinas en el barrio de Ammán denominado Yébel Huséin. Cuatro mujeres mayores, arrugadas, se acuclillaban en torno a un fuego apagado: dos o tres piedras renegridas y una tetera de aluminio abollada. Me invitaron a sentarme.
―¿Ves? Estamos en casa. ¿Quieres té? (Sonreían.)
―¿En casa?
―Sí. (Se rieron.) Sólo nos quedan las piedras para hacer fuego. Han quemado nuestras barracas.
―¿Quién?
―Huséin. Tú vienes de Francia. Se dice que tu país apoya a los árabes; pero ¿sabe tu país distinguir entre Huséin y los árabes?
Aquí las cuatro mujeres se enzarzaron en una disputa bastante animada acerca de la suerte que debía reservarse a Huséin. Pese a la desgracia, permanecían alegres, prestas al combate.
―¿Y los hombres?
―Nuestros hijos son fedayines en las montañas.
―¿Y los demás?
―Ahí.
Un índice puntiagudo perteneciente a una mano muy seca y muy bella me indicó un patinillo vecino.
―Están enterrados ahí.
Se trataba de viejos, de niños y mujeres. Una de aquellas mujeres me reprendió con dulzura cuando hablé de “campos de refugiados”.
―Querrás decir campos militares; ahora todo el mundo está armado y ha aprendido a luchar.
La posibilidad de revuelta entre las mujeres era quizá mayor que entre los hombres. Parecían disponer de sorprendentes reservas de acción, de discreción en la acción. Un día le dije a una palestina que las mujeres afrontaban quizá con más serenidad las posibilidades de la revolución.
―Nosotras ―me dijo riéndose― conocemos a los revolucionarios. Los hemos traído al mundo. Conocemos su fuerza, sus debilidades.
―O sea, que los amas.
Tenía unos cincuenta años. Sonreía.
―Los conozco porque los amo. ¿Tomas té o café?
Su hijo, su hija y su yerno eran: el primero fedayín de Fatah, los otros dos de Al Saika.
Ellas se dirigían, me parecía, más rápidamente a una solución clara.
H., veintidós años, me había presentado a su madre en Irbid. Era en Ramadán, a eso de la hora del almuerzo.
―Es francés. Nada francés y nada cristiano, no cree en Dios.
Ella me miró sonriendo. Sus ojos se tornaban cada vez más maliciosos.
―Entonces, puesto que no cree en Dios, habrá que darle de comer.
Nos preparó el almuerzo a su hijo y a mí.
Ella no comió hasta la noche.

Jean Genet, L’Ennemi déclaré. Textes et entretiens, ed. Albert Dichy, París, Gallimard, 1991.

Traducción de Jorge Gimeno

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