1/2/09

El llanto de un lugar, por John Berger

Unos días después de nuestro retorno de lo que hasta hace poco suponíamos que sería el futuro Estado de Palestina, y que ahora es la prisión más grande del mundo (Gaza), la sala de espera más grande del mundo (Cisjordania), tuve un sueño. Estaba solo, de pie, desnudo de la cintura para arriba, en un desierto de cuarzo arenisco. En algún momento, la mano de alguien recogía del suelo un poco de esa arena y me la lanzaba al pecho. Su acción era más bien algo considerado y no un acto agresivo. Antes de tocarme, la tierra o grava se transformaba en jirones de tela, tal vez algodón, que se envolvían solos alrededor de mi torso. Estos trapos rasgados cambiaban otra vez y se volvían palabras, frases. No eran escritas por mí sino por el lugar.

Al recordar este sueño, me vino a la mente el término inventado tierra arrasada. Y se repetía. Tierra arrasada describe un lugar o los lugares donde todo, lo material y lo inmaterial, ha sido barrido, robado, desmantelado, desmenuzado, lavado, todo excepto la tierra palpable.

Hay una colina bajita en las afueras de Ramala, llamada Al Rabweh, al occidente, al final de la calle Tokio. Cerca de la cima de la colina está enterrado el poeta Mahmud Darwix. No es un cementerio. La calle se llama Tokio porque conduce al Centro Cultural de la ciudad, que está al pie de la colina, y que fue construido gracias a un apoyo japonés. Fue en este Centro donde Darwix leyó algunos de sus poemas por última vez —aunque entonces nadie suponía que sería la última—. Qué significa la palabra última en momentos de desolación.

Fuimos a visitar su tumba. Hay una lápida. La tierra excavada sigue desnuda, y los dolientes han dejado manojos de espigas verdes de trigo —como sugiere uno de sus poemas—. Hay también anémonas rojas, pedazos de papel, fotos. Él quiso ser enterrado en Galilea, donde nació, y donde su madre vive aún, pero los israelíes lo prohibieron.

En el funeral, decenas de miles de personas se reunieron aquí, en Al Rabweh. Su madre, de 96 años, se dirigió a ellas. “Él es hijo de todos ustedes”, exclamó.

¿En qué ámbito exactamente hablamos cuando hablamos de los amados que acaban de morir o ser asesinados? En un momento así de presente, nuestras palabras nos parecen resonar de un modo mucho más cercano de que lo que normalmente vivimos. Son comparables con los momentos en que hacemos el amor, o cuando afrentamos un peligro inminente, o al tomar una decisión irrevocable, o cuando bailamos un tango. No es en el ámbito de lo eterno donde nuestras palabras de duelo resuenan, pero tal vez resuenan en alguna de las pequeñas galerías de tal ámbito.

En la colina, que ahora está desierta, intento invocar la voz de Darwix. Tenía la tranquila voz de un criador de abejas:

Una caja de piedra
donde los vivos y los muertos se mueven en el barro seco
como abejas cautivas en el panal de una colmena
y cada vez que el estado de sitio arrecia
comienzan una huelga de hambre de flores
y buscan el mar para que les indique la salida de emergencia.

Al invocar su voz, sentí la necesidad de sentarme en la tierra palpable, en la hierba verde. Y así lo hice.

Al Rabweh significa en árabe: “la colina cubierta de hierba verde”. Sus palabras han regresado al lugar de donde vinieron. Y no hay Nada más. Una Nada compartida por cinco millones de personas.

La siguiente colina, a quinientos metros de distancia, está repleta de vertederos. Los cuervos vuelan en círculos. Algunos muchachos rebuscan objetos en ella.

Al sentarme en la hierba al borde de aquella tumba recién cubierta, ocurrió algo inesperado. Para definirlo, tengo que describir otro suceso.

Fue hace unos días. Mi hijo, Yves, iba conduciendo y nos dirigíamos a la localidad de Cluses en los Alpes franceses, un pueblecito. Había estado nevando. Las laderas, los campos y los árboles eran blancos y la blancura de las primeras nieves a veces desorienta a los pájaros, perturba su sentido de la distancia y la orientación.

De repente un pájaro se estampó contra el parabrisas. Yves, mirando por el espejo retrovisor lo vio caer a un lado del camino. Frenó y metió la marcha atrás. Era un pajarito, un petirrojo, atolondrado pero aún vivo, que parpadeaba. Lo cogí de la nieve, lo sentía tibio en mi mano, muy calientito, porque los pájaros tienen una temperatura más alta que nosotros, y continuamos conduciendo.

De tanto en tanto lo examinaba. En el lapso de media hora murió. Lo cogí para ponerlo en el asiento trasero del coche. Lo que me sorprendió fue su peso. Pesaba menos que cuando lo recogí de la nieve. Me lo pasé de una mano a la otra para comprobarlo. Era como si su energía cuando estaba vivo, su lucha por sobrevivir, le hubiera añadido peso. Ahora casi no pesaba.

Tras sentarnos en la hierba que cubre la colina de Al Rabweh pasó algo comparable. La muerte de Mahmud había perdido su peso. Lo que permanece son sus palabras.

Han pasado los meses, cada uno lleno de presagios y silencio. Ahora fluyen los desastres hacia un delta sin nombre, y que obtendrá alguno únicamente si le otorgan uno los geógrafos que vengan después, mucho después. Hoy no hay nada más que hacer que intentar caminar sobre las amargas aguas de este delta sin nombre.

Gaza, la prisión más grande del mundo, está siendo transformada en un matadero. La palabra Franja (como en la Franja de Gaza) está empapada con sangre, como ocurrió hace 65 años con la palabra gueto.

Día y noche la Fuerza de Defensa Israelí lanza bombas, obuses, armamento radioactivo y de fósforo GBU-39, balas de ametralladora por aire, mar y tierra contra una población civil de un millón y medio de personas.

El número de muertos y mutilados incrementa con cada nueva crónica de los corresponsales internacionales, a los que les está prohibido por Israel entrar a la Franja.

Sin embargo, la cifra crucial es que por cada baja israelí hay cien bajas palestinas. Una vida israelí es equiparada a cien vidas palestinas. Las implicaciones de este supuesto son reiteradas constantemente por el portavoz israelí con el fin de hacerlas aceptables y normales.

La masacre tendrá muy pronto su secuela de pestilencia: casi ninguna vivienda cuenta con agua ni energía eléctrica, los hospitales carecen de médicos, medicinas y generadores. La masacre viene de un bloqueo y un estado de sitio.

Más y más voces por todo el mundo se levantan en protesta. Pero los gobiernos de los ricos con sus medios de comunicación mundiales y su orgullosa posesión de armas nucleares le confirman a Israel que harán la vista gorda ante lo que la Fuerza de Defensa Israelí está perpetrando.

“El llanto de un lugar entra en nuestro sueño”, escribió el poeta kurdo Bejan Matur, “El llanto de un lugar entra en nuestro sueño y ya no se va nunca”.

Nada sino la tierra arrasada.

Estoy de vuelta en Ramala (de eso hace cuatro meses) en un estacionamiento subterráneo abandonado que fue tomado y convertido en un espacio de trabajo por un grupo de artistas visuales palestinos, entre los que se halla la escultora Randa Mdah. Miro una instalación concebida y hecha por ella que se titula Teatro de Títeres. Es un bajorrelieve que mide tres metros por dos, que se yergue derecho como un muro. Frente a éste, en el suelo hay esculpidas tres figuras.

El bajorrelieve, del que salen hombros, rostros, manos, está hecho de una armadura de alambre, poliéster, fibra de vidrio y barro. Sus superficies están coloreadas —verdes oscuros, cafés, rojos. La profundidad de su relieve es casi la misma que la de una de la puertas de bronce de Ghiberti para el Baptisterio en Florencia, y los escorzos y las perspectivas distorsionadas se han resuelto casi con la misma maestría. [Nunca habría adivinado que la artista era tan joven: tiene 29 años.] El muro con el bajorrelieve es como el “seto” al que cualquier público en un teatro se asemeja, cuando se le mira desde el escenario.

En el suelo de tal escenario, al frente, están las figuras de tamaño natural: dos mujeres y un hombre. Están hechos de los mismos materiales pero en colores más desvaídos.
Una de estas figuras está al alcance de la mano del público, otra está a dos metros de distancia y la tercera está tres metros más allá. Traen puestas ropas de diario, las que decidieron ponerse por la mañana.

Sus cuerpos están amarrados a cuerdas que cuelgan de tres palos horizontales que a su vez cuelgan del techo. Son marionetas: esos palos son las barras de control que manipulan unos titiriteros, ausentes o invisibles.

La multitud de figuras del bajorrelieve, todas, miran lo que tienen frente a sus ojos y les tuerce las manos. Sus manos son como aves de corral. Impotentes. Se retuercen porque no pueden intervenir. Son bajorrelieve, no tienen tercera dimensión y como tal no pueden intervenir en el mundo real sólido. Representan el silencio.

Las tres figuras sólidas, palpitantes, atadas con cuerdas invisibles manipuladas por los titiriteros, son lanzadas al suelo, primero la cabeza, los pies al aire. Una y otra vez hasta que las cabezas se parten. Sus manos, sus torsos, sus rostros, se convulsionan en agonía. Una agonía que no tiene fin. Lo ve uno en sus pies: una y otra vez.

Era posible caminar en medio de los impotentes espectadores del bajorrelieve y las despatarradas víctimas en el piso. Pero no lo hice. Había una fuerza tal como no he visto nunca en obra alguna. Porque reclamaba el terreno donde se yergue. Porque transformó el campo de extermino que yace entre los estupefactos espectadores y las agonizantes víctimas en algo sagrado. Porque transformó el suelo de un estacionamiento en una especie de tierra arrasada.

Esta obra profetiza la Franja de Gaza.

A la tumba de Mahmud Darwix en la colina de Al Rabweh, por decisión de la Autoridad Palestina, le quitaron la cerca y la cubrieron con una pirámide de vidrio. Ya no es posible acurrucarse a su lado. Sus palabras, sin embargo, siguen siendo audibles para nuestros oídos y podemos repetirlas y seguir repitiéndolas.

Tengo que trabajar en la geografía de los volcanes
De la desolación a la ruina
del tiempo de Lot a Hiroshima
Cual si nunca hubiera vivido
con un deseo que sigo por saber
Tal vez el Ahora se movió un poco más allá
y el Ayer se acercó
Así que le tomo la mano al Ahora y
camino por la costura de la historia
evitando el tiempo cíclico
con su caos de chivos montaraces
¿Cómo puedo salvar mi mañana?
¿Con la velocidad del tiempo electrónico
o con la lentitud de las caravanas de mi desierto?
Tengo trabajo hasta que me llegue el fin
como si no fuera a ver el mañana
tengo que trabajar por el hoy que no está aquí
Así que escucho
suave muy suave
El pulso de hormiga de mi corazón…

Traducción de Ramón Vera Herrera

La Jornada / The Irish Times

1 comentario:

Amine dijo...

Gracias por este EXCELENTE blog...
lo encontré buscando articulos sobre Elias Sanbar y Mahmud Darwish